septiembre 08, 2011

No era su hora


Martín me había dicho que la noche anterior durmió en su carretilla mientras esperaba el cuerpo de la mujer que le salvó la vida. Así que esa noche regresé para verlo. En el diario ya había terminado de escribir mis acostumbradas cinco notas. Una de ellas con la historia de este hombre que viste una llamativa playera bañada de colores y que guarda su acta de nacimiento en el bolsillo.

Los vecinos dicen que no era su hora. Que la muerte no lo quiere todavía. Ya el agua del arroyo "Las Ánimas" se había metido tres veces a la casa de Martín pero no era su momento y ese domingo tampoco lo fue. Estar vivo de milagro quedó patentado cuando su casa quedó como una isla rodeada de agua turbulenta y él en medio de todo esperando que alguien lo sacara, como ocurrió un par de horas después.

Miguelina Osorio Rosas era su vecina. Era, porque a ella se llevó el arroyo desbordado justo después de gritarle a Martín que se pusiera a salvo. Siempre se había preocupado porque a este hombre no se lo llevaran las fuerzas inusuales que provocan intensas lluvias en esta zona.

"Se llevó mi ropa, mis zapatos, hasta unos frijolitos que tenía, también se lo llevó, todo lo que tenía", me comentó esa mañana, sobre la inundación. Al terminar de escribir mis notas les dije a los editores del diario que pensaba pasarme de noche por la zona de desastre porque quería ver la dinámica nocturna del duelo por la desaparición del cuerpo de Miguelina. No les había dicho que, además, quería una foto de Martín durmiendo en su carretilla.

Supuse que así lo encontraría porque su casa quedó llena de lodo: cuando entré allí no había una cama, y sin embargó sí una carretilla junto a la puerta.

Llegué al promediar las 11 de la noche. Martín estaba sentado en una silla, en la calle, acompañando el duelo, tomando un ponche o un café. Nunca pude averiguar ese detalle. Se veía como en un mundo aparte, pensando en algo lejos del lugar que lo habitaba. No creí conveniente acercarme y platiqué con los familiares de la desaparecida y otros vecinos que me reconocían de mi visita en la mañana. No me invitaron el café o el ponche. Lo que haya sido.

Vi que Martín se puso en pie. Lo seguí. La oscuridad nos rodeaba perdiendo los detalles de donde uno pisaba o de qué flotaba en el río junto a nosotros. Sólo la luz de una lámpara lejana y las cuatro veladoras que pusieron en el punto exacto donde la mujer había sido arrebatada nos iluminaba.

-Fue aquí donde la vio por última vez, ¿verdad?
-¿Eh?
-Que si fue aquí donde vio a la señora Miguelina por última vez-, le dije más suerte recordando que está medio sordo. Y él empezó a narrarme otra vez los hechos de ese domingo. No oí nada nuevo, sólo que ahora su historia cobraba más realce porque lo decía en el silencio de la noche.


Y no sé por qué, antes que se fuera, y viendo las cuatro veladoras, le pregunté si él creía en Dios. ¿Eh? ¿¡Que si cree en Dios!? Se quedó un rato en silencio. Echó a andar, y con cólera y resignación, me dijo: "Todos somos hijos de Dios". Ya no le dije nada de la carretilla y sólo me dediqué a tomar siete fotos de él perdiéndose entre los árboles. Intuyendo que una de esas imágenes acompañaría esta crónica.

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