diciembre 05, 2013

La noche de la ermita de Barranco



El día de la invasión la ermita estaba ardiendo. Los padres de los padres de estos gallinazos vieron el techo caerse en pedazos de fuego y sintieron el dolor y el miedo que recorrían las venas sobresaltadas de los pobladores. Se estremecieron sus plumas. Como esta tarde en que la noche cae y ellos abandonan la vigilancia intimidante desde la cúpula. 

Barranco vive. En sus calles los niños juegan, y la comida marina se pone en parrilla, el cajón, la guitarra y la Flor de la Canela segundo piso de madera. Sopla el mar sus gotas en la cara. Y cuando oscurece, los jazmines se entibian y el puente se viste de luces, la gente pasea cálidamente, sonríen sobre el pozo del mirador los jóvenes.
A esa hora justamente los gallinazos dejan las cúpulas y vuelan. Uno por uno y juntos planean, se enfurecen en el cielo matizadamente azul de la tarde que muere. Luego para todos los ojos desaparecen. No se ven los gallinazos. Pero eso sólo en apariencia.
Es de noche: la ermita tiene las luces interiores encendidas. La puerta abovedada está cerrada. El reciento de oración murmulla. Han puesto las patas en el suelo, se han deslizado por la entrada, lado derecho, junto a la gruta de la Vigen, dejando en el patio frontal las plumas. Nadie los ve. Nadie repara en esos sacerdotes de la noche que se levantan, enanos y flacos.
El techo de madera de la ermita está hueco lo sufiente como para dejar ver el cielo negro paralelo entre las tablas. El viento que se cuela en picada les despeja la faz. Una mirada atemorizante. Un canto sordo que se repite cada noche en Barranco.