noviembre 03, 2012

Barbas, el perro velador de muertos





Estaba perdido entre las tumbas cuando Darío Martínez Jiménez lo vio por primera vez. Parecía que estaba llorando porque el rostro se le caía por los suelos, olfateando la arena, buscando algo. "Aquí lo vinieron a perder", explica Darío, el panteonero.
Ese día, ya hace seis años, Darío se daría cuenta que además su rostro de desgracia se acrecentaba por la larga barba que le colgaba. Buscó unas tijeras, la cortó y decidió que desde ese momento se quedaría con él. Le puso de nombre: "Barbas".
Tiene el pelo hirsuto, tosco, que pincha como pequeñas agujas suaves, del más opaco de los amarillos y el más gris de los blancos: y luego-luego se le ve la urgencia de amor: cuando Darío le pasa la mano por encima del lomo, sobre la cabeza, el perro cierra los ojos de manera interminable.
Darío es uno de los panteoneros del cementerio Zacatepec, cuyo terreno fue comprado en 1964 para camposanto. Él construye los "cajones de piedra" que alojarán de manera "eterna" a los fallecidos de parte de la ciudad de Córdoba, en Veracruz.
Dice que es la primera vez que llegó un perro vagabundo en los 25 años que tiene aquí trabajando. Barbas se hizo su amigo. Darío le dio también un trabajo, como velador de los muertos, panteonero nocturno. Por eso durante el día se le puede ver envuelto en sí mismo, echado en la tierra, mientras Darío trabaja con cemento, madera y fierro. El de cuatro patas anda cansado con la luz, porque durante la noche es cuando más ladra.
Darío le da de comer pan y tortilla, aunque algunos días de la semana "un señor" llega y le trae a Barbas una bolsa con comida casera. "Ya estás viejo", le dice Darío mientras lo carga y lo sienta junto a él para que se tomen una foto. Sonríe Darío, lo abraza. Barbas cierra más los ojos, como si se aferrara a no despertar de un sueño bonito.
Barbas es inmediatamente cariñoso con todo el que quiera acariciarlo. No se conoce quién vino a abandonarlo en el cementerio. Pero de todos los lugares posibles aquí se hizo de un territorio muy tranquilo, durante todo el año, excepto en estos días de noviembre cuando miles de personas llegan a visitar a sus muertos, y pasan, caminan, junto a él, para encontrarse con ellos.




octubre 29, 2012

Miguel Capistrán: el homenaje de su ciudad



Miguel Capistrán Lagunes la tarde antes de su deceso escribió parte de su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. En los últimos párrafos habló de uno de sus más grandes amores: Córdoba, la ciudad donde nació en 1939.
Esta ciudad es una de las más importantes del Estado de Veracruz, ubicada al sureste de México: lugar de donde también salieron otras figuras de trascendencia literaria como el poeta Jorge Cuesta, el dramaturgo Emilio Carballido o el prolífico y universal Sergio Pitol, quien aun vive en la ciudad de Xalapa, capital veracruzana.
La noche del viernes 26 de octubre de 2012 Córdoba abrió las puertas de su teatro más importante, el Pedro Díaz, para realizarle un homenaje póstumo a Miguel Capistrán: estaban presentes sus hermanas, Julia y Paquita, quienes estuvieron con él hasta sus últimos días y narraron de manera sentida los apegos amorosos más íntimos del importante investigador mexicano.
"Gracias por las muestras de afecto. A pesar de la tristeza que nos embarga nos llena de satisfacción no sólo el reconocimiento intelectual sino la calidez de esa amistad", empezó a decir Julia Capistrán. Fue un discurso emocionado, con la pausa justa en cada palabra que recordó al Miguel niño, al inolvidable soñador y luchador de las causas justas.
"Agradezco a las personas aquí presentes, que comparten con Miguel seguramente, lo que fue uno de sus grandes amores: Córdoba", continuó.
Se recordó que el intelectual luchó por la conservación de edificios históricos en su ciudad, como El Portal La Gloria. "Creo que Miguel no existiría sin el Centro Histórico, pero creo también que el Centro Histórico de Córdoba no existiría sin Miguel", señaló la hermana.
También participaron con discursos Carmen Galindo Ledesma, de la UNAM; Tayde Acosta, quien fue asistente de Capistrán; y Guillermo Landa, literato y amigo del escritor.
Todos ellos hablaron de la obra de Capistrán Lagunes, fundamental para la cultura de México, como su estudio de Los Contemporáneos, a quienes hoy no se podría conocer sin la intervención del cordobés. Además, su sapiencia para guiar en el conocimiento a muchos otros estudiosos, intelectuales, siempre de manera desinteresada, con la convicción de que la cultura no tiene precio.
Promotor cultural destacable. Responsable de que el escritor argentino Jorge Luis Borges, llegara a México; o de la restauración de la Capilla Alfonsina, donde se conserva la biblioteca de Alfonso Reyes; lugar donde se le hizo un homenaje, a pocos días de su muerte; lo mismo que en la UNAM, la semana pasada a este reunión en la Ciudad de los Treinta Caballeros.
Julia Capistrán todavía pondría luces sobre otra preocupación del ilustre cordobés: los niños ya no leen historias de hadas, los niños ya no leen. Además Miguel quería conservar lo que nos ha dado la naturaleza en México, pero particularmente en su ciudad, pues una faceta poco conocida del intelectual era la de defensor del medio ambiente.
"Uno de los sueños inconclusos de Miguel es que se impida que el cemento y las máquinas sigan destruyendo lo que la naturaleza nos ha dado. Espero que esto se detenga para que no acabe con lo que nos hace ser lo que somos", enfatizó Julia Capistrán.
Aplausos efusivos de los presentes. Gran noche que no fue opacada un segundo por la discreta asistencia: el teatro lucía a un 40 por ciento de su capacidad. El afecto y la grandeza que rodea a Miguel Capistrán, evocada en los testimonios, llenaron ampliamente los corazones presentes en su tierra.  

El teléfono de Capistrán
La editora de la portada tocó mi hombro para que le pusiera atención. Dejé de escribir y me di vuelta. "Parece que Miguel Capistrán ha muerto. Lo están anunciando en Twitter. Veríficalo", me soltó pausadamente.
Ella sabía que conocía bien a Capistrán pues ya había publicado algunos reportajes sobre él. No quise ir hasta la recepción del diario para buscar otro teléfono, levanté de inmediato mi celular y marqué el número de México que tenía en mis contactos. Nadie respondió. Sólo la grabadora con la voz de él diciendo que en ese momento "no estaba".
...
La noche de su homenaje en la ciudad de Capistrán pude conocer a sus hermanas. Me acerqué a Julia y Paquita. Me presenté e hice la advertencia de que yo era una de esas personas que llamaban al escritor para entrevistarlo, para tener datos certeros de la historia, la cultura y la literatura.
Esto porque Julia había contado, cariñosamente, que tenían un conflicto en la casa, pues Miguel se pasaba horas hablando por teléfono, guiando a alguien, dando información a raudales, conversando, compartiendo sus conocimientos generosamente. "Te vamos a poner una secretaria y te vamos a cobrar", le bromeaban al escritor. "Sí, te conozco, yo respondía el teléfono cuando llamabas", me comentó Paquita. Platicamos brevemente, intercambiamos contactos y me retiré.
Afuera del teatro llovía. La gente, en la antesala, esperaba por sus coches para retirarse. Un hombre tenía en sus manos la imagen de Miguel Capistrán, que estuvo todo el tiempo mirando a los presentes. Le pedí que me la prestara y llamé al fotógrafo para que me tomara unas fotos.
Cuando salió también Paquita junto a Julia, vi que esta última tenía en sus manos unos papeles. Se me ocurrió que podía pedirle que me los regalara, pues intuía que se trataba de su discurso. Grande fue mi sorpresa cuando me dijo "pero yo no leí nada. Lo dije así, de lo que me salió..."
Me disculpé por mi torpeza. Le dije, para justificarme, que la última vez que vi a Miguel Capistrán, en Córdoba el 24 de agosto de este año (lo había visto una primera vez en México), le pedí su discurso, y éste me había dicho que ya no lo tenía, pues ya era de alguien que se lo pidió primero.
Mis últimas palabras con Miguel Capistrán fueron a través del teléfono de hotel, donde él estaba hospedado en Córdoba; y luego lo vería una vez más de lejos, sentado en una mesa, compartiendo con otros sus conocimientos en el restaurante del mismo hotel. Me fui con el dolor egotista y el ego herido de no ser yo quien conversaba con Capistrán; un sentimiento tan distinto de este intelectual poderosamente generoso.

Foto: Rafael Calvario, El Mundo de Córdoba

agosto 28, 2012

Amor, si te tengo que esperar

Esperaron a que ella fuera viuda para finalmente casarse. Isabel Barrios García y Catarino García Esquela tuvieron su boda en La Catedral, él con saco y corbata, impecable, y ella vestida de blanco, con velo, hermosa, a la edad de 77 y 79 años, respectivamente.
"Es una historia muy complicada", resuelve Isabel antes de animarse a platicar los entretelones de su vida sentimental que se parece a la novela de Gabriel García Márquez "El amor en los tiempos del cólera": un apego amoroso que duró toda una vida, y que no se extingue en el otoño de la vejez, sino que se enciende por fin, después de tanta espera.
El 15 de octubre la pareja cumplirá un año de casados ante Dios. Luego de que en esa fecha se pararan, tomados de la mano, en el altar, junto a otras 9 parejas, en los matrimonios colectivos que organiza el municipio.
Ese día, acabada la ceremonia, salieron de la Catedral, con la algarabía de los familiares, las flores, la risa, la ilusión, y se fueron en taxi rojo y blanco rumbo a Agustín Millán, a su casa de madera: donde en el patio se había armado un toldo, y hubo una mesa donde se comió, se partió el pastel y se tomaron unas cervezas.
Luego Isabel y Catarino bailaron el vals de rigor, a la vista de sus dos hijos y ocho nietos. Además de otros parientes y vecinos: todos contentos. Él recordaría todo lo que tuvo que esperar (pasar) para finalmente casarse con la mujer que siempre amó.
Aunque ambos nacieron en Calcahualco, otra comunidad ubicada en el mismo Estado de Veracruz, no fue allí donde se conocieron. Su encuentro tendría que esperar.
...
Isabel era una jovencita cuando a la edad de 15 años sus padres, Ausencio Barrios y Leonor García, la comprometieron con un hombre que ella no conocía bien.
"Así se acostumbraba en esa época, una no elegía, los padres elegían por ti", cuenta. Ya de noche, llegó a la casa de la familia Barrios García un joven de 18 años: Granadino Espejo. El papá de éste le dijo a don Ausencio: "Venimos a pedir la mano de tu hija. Te hemos traído estos presentes". Pusieron en frente una botella de ron, panes y dulces en canastos.
"Pues ya te vinieron a pedir, Isabel, ahora te vas a tener que levantar más temprano", recuerda Isabel que le había dicho su mamá. Se casaron.
"Fue una boda muy triste. No teníamos muchos recursos. Recuerdo que estaba descalza, porque las sandalias no me entraban, y había que caminar mucho". Tuvieron algunos hijos, todos se murieron "chiquitos". "Pero es que nunca lo amé. Nunca nos amamos bien", dice.
Vinieron a vivir a Córdoba, Veracruz. Fue aquí donde conoció a Catarino a la edad de 24 años. En la calle, caminando. Dice que él se ofreció a ayudarla a cargar algo que ella llevaba encima. "Nos gustamos. Me agarró el modo, y yo le agarré el modo", narra.
Un tiempo después de ese encuentro, Isabel huyó de casa. ¿Se la raptó Catarino? "No, porque yo también quería", replica. Se fueron de día, con mucha luz. Isabel no hizo maletas, no cogió nada. "Qué más quería, me iba yo, eso era suficiente".
¿Y él, su esposo, no la persiguió? Isabel dibuja una sonrisa de mujer adolescente que esconde un secreto. "No podía... Nos fuimos bien lejos", asegura, sin revelar el lugar, mirando al pasado.
Tuvieron dos hijos: un varón y una mujer. Pero con los años llegaron a separarse. Ella regresó a Calcahualco. Él se quedó en Córdoba y se casó. Hace unos 20 años que enviudó y se fue a buscarla a ella otra vez.
"En ese tiempo no teníamos nada. Nos veíamos como una amistad. ¿Qué piensas si te vas conmigo?, me dijo. Pues ya tenemos los hijos, ahora podemos estar juntos, ya teníamos tiempo que nos conocíamos: yo sabía su modo y él mi modo", explica.
Isabel aceptó. Luego Catarino le propuso matrimonio: "Me alegré. Porque ahora sí vamos a estar en la bendición de Diosito, antes que vaya a encontrarme con mis papases (que ya murieron). Pero a pesar de que él era viudo, todavía el esposo de Isabel estaba vivo.
Hace dos años que murió Granadino. El año pasado por fin Isabel y Catarino pudieron casarse. Casi ambos a los 80 años. Ella se mandó a hacer un vestido blanco con el costurero del pueblo. Las mangas cortas, abajo no tenía que chocar el piso, con su velo.
"Cuando me muera ya les dije que me pongan este vestido. Va a ser mi mortaja", indica la anciana. Dice que el día de su boda fue el más feliz de su vida. A comparación de la primera vez, ahora sí iba enamorada al altar. "Y esa vez no estuve con vestido blanco, sino con un reboso".
¿Qué se siente casarse a esta edad?: "Da hasta tristeza, de tanta alegría".

agosto 13, 2012

Cuba sin Fidel




"Voy a Cuba antes de que se muera Fidel", les decía a mis amigas y amigos que me preguntaban por qué había decidido viajar a la Isla. Creo que Cuba sin Fidel no será nunca la misma.
Entonces a todos les parecía plausible viajar al país socialista. En La Habana rogaba que al menos por suerte me encontrara con el compañero del Che Guevera. Ver de lejos, ni tan cerca, al líder histórico de la Revolución Cubana, sería una gran experiencia.
Hacía el cálculo ficticio de que Fidel se iba a morir mientras yo estaba en suelo cubano. Me veía pavoneándome delante de mis colegas, otros periodistas, hablando de los tiempos pasados, de la vieja Cuba y decir: "Yo estuve en Cuba cuando murió Fidel". ¡Oh!
Pude asistir al Gran Teatro de La Habana, donde se presentó en febrero de este año El Fantasma de la Ópera, del Ballet Nacional de Cuba. Como comprara los boletos a último momento, vendedores clandestinos me ofrecían variadas ofertas, cosa que me parecía sospechosa, pues en la capital cubana siempre quieren sacar ventaja de los turistas.
Al verme a la expectativa, una persona que trabajaba en el teatro mismo me dijo: "Vengan -iba con una amiga- les vendo estos boletos y en el palco presidencial, ahí donde va a estar Fidel, y su familia".
Pagamos 20 CUC (moneda para turistas en Cuba), 10 por cada uno. Efectivamente los lugares parecían preferenciales, teníamos la primera fila del segundo nivel, del impresionante teatro, pero por más que me esforcé nunca pude ver a Fidel Castro.
Nos alojamos en el centro de La Habana, cerca a la calle Belascoaín. La primera noche, luego de cenar, el camarero, un flaco cubano de unos 60 años, nos ofreció un trago. Y luego empezamos a platicar.
Nos narró que él estuvo presente en la revuelta de 1994 en las calles de La Habana, contra el régimen castrista. Hubo miles de personas caminando y haciendo destrozos por las calles, al grito de "Libertad".
"¿Sabes cómo fue que se detuvo, cómo fue que se acabó la revuelta?", me preguntó el flaco cubano. "No lo sé, los reprimieron, supongo", le dije por responder algo. "No", me replicó victorioso, como sabiendo de antemano que iba a fallar en la respuesta.
Fue Fidel Castro que había llegado frente a los que se levantaron contra su gobierno. "Llegó él mismo en persona. Se bajó del coche en el que venía, y ahí estaba, era Fidel".
¿Y qué dijo?, le pregunté al flaco cubano que me había servido el mojito. ¿Y qué dijo Fidel? "Nada. Ni una palabra. Le bastó ponerse en frente. Toda la gente que se había levantado se quedó en silencio y de pronto empezó a gritar: ¡Fidel!, ¡Fidel!, ¡Fidel!... Así se acabó la revuelta".
Esta historia, casi con las mismas palabras, me la contó otro cubano, dueño de la casa donde me hospedé. Éste incluso me dijo que había tenido la oportunidad de estrechar la mano, y haber conversado con el líder cubano.
La impresión que tengo de Fidel Castro luego de visitar La Habana y otras tres ciudades cubanas es que este hombre es un mito vivo, una leyenda para los mismos cubanos. Y hasta sus detractares de la Isla le tienen cierto respeto, aun cuando deseen que esta forma de vivir para ellos se acabe, y vengan nuevos tiempos. Por eso, estoy más convencido, que cuando muera Fidel, Cuba no será más la misma.


julio 28, 2012

Las perras juntas

A las perras no las quieren porque pueden tener hijos. Un día una mujer llegó a la casa de Josefina Rodríguez Melchor, en la noche, ya casi para cuando iba a quedarse dormida y le dejó a las perras. Todas están esterilizadas, le indicó. Cada día vendré a traerles comida, le advirtió.
Sus nombres: Chamaca, Pitufina, La Guera, La Chiquita y La nena. Aunque en el barrio del mercado Revolución casi nadie conoce sus nombres. Les dicen "los perros callejeros", ni siquiera saben bien si son perras o perros, son animales fantasmas que aparecen cuando hay que reprenderlos. Por más señas, les dicen "los perros de la señora", "los perros de la viejita".
¿Qué edad tiene usted? "Quién sabe", contesta Josefina y se ríe afablemente. Ella trabaja vendiendo cartón, botellas y "lo que Dios mande". Cada día va al mercado por desperdicio, menudencias, unos hígados de pollo, para "las perras". Ellas le acompañan.
"Yo no las quiero llevar conmigo, pero ellas se me pegan", explica Josefina. Y así ha sido siempre, cuando ella camina en la calle, las cinco perras van a su lado, a un distancia prudente. "Pues quién sabe por qué se me pegan, será porque les doy su comida", piensa.
Aunque la mujer que le dio las perras no ha dejado de venir por las noches con el alimento, siempre hace falta algo más, o sobra el hambre, que Josefina sabe remediar en el mercado. "Lo que no me gusta es que no las ha bañado, y ya le dije que las bañe", cuenta Josefina. Ella, la mujer que le trajo las perras, fue la que las juntó de las calles, porque andaban pariendo. Las esterilizó y se las llevó a Josefina.
La Chamaca tiene el pelo canela con pegotes, como si se hubiera revolcado sobre algo aceitoso que le ha dejado la pelambre como por retazos. La Guera tiene sarna. Pitufina anda bien flaca y La Chiquita y La Nena con pulgas.
Si se quedan en la calle en la noche, Josefina se verá obligada a salir, porque ladran y no la dejan dormir: las hará entrar en su casa, donde antes estuviera su mamá María Encarnación, hasta que la tuvo que llevar al panteón.
La cuidó hasta el último momento. Dice que no tuvo papá. Tiene tres hermanas, dos de ellas ya murieron, y sólo una queda, viviendo cerca de su casa.
Luego del recorrido del mercado se sienta para leer "Advertencias Marianas a la Humanidad: avisos que da la Virgen", aunque le duela. Porque dice que se está quedando ciega. Y las perras le miran durmiendo, caminando lento a su alrededor, tiradas detrás, sentadas de frente, a sus pies, con más suerte.
Donde no entran las perras es a la iglesia. Josefina les hizo una determinante advertencia la primera vez que quisieron meterse. Les pegó con el palo que usa como bastón. "No le pegue a los perritos, que no ve que quieren estar con usted", le había reclamado una mujer. Josefina fue a rezar. Las perras se quedaron en la puerta de la Providencia.
El libro que está leyendo, y que protege envuelto en una bolsa de plástico, le habla sobre lo que pasará en la humanidad, sobre el futuro de los que están y de los que no estarán. Entre sus páginas hay oraciones, y también un pedacito de un periódico viejo que ella utiliza como separador: página 175.
¿Por qué me retrata tanto?, pregunta Josefina al fotógrafo. Se le explica que es para el día mundial de los perros callejeros. "No sabía que existiera eso". Intentamos tomar una imagen con las perras juntas, pero ellas le huyen, porque dice la mujer que tienen miedo. Aquí: lo más juntas que logramos tenerlas.


Foto: Rafael Calvario, El Mundo.

mayo 17, 2012

Una última oportunidad


Ya estoy en casa porque V. dijo que era demasiado por esa noche: ya no quería estar con nadie. Se había antes tendido en mi hombro a llorar. Ya sabes, tienes que decirle algo realmente bueno que le levante el ánimo: las palabras tienen que tener el punto analgésico necesario: no hay aproximaciones que funcionen.
Cuando sus lágrimas han atravesado mi camisa azul, y se hace un frío calientito por el efecto del aire que nos da de lleno en medio de la calle, con coches que cruzan apurados, faros de luz que estarán encendidos toda la noche sobre el concreto, le digo que ya, se calme, que ese tipo de cosas le ocurren a todos. "Pero por qué... por qué la gente es tan mala". Olvídate de la gente, le exijo. No creas nunca en la gente. En ese punto no sé si realmente me trago el cuento pero me convenzo a mí mismo: la gente vale mierda. No llores por ellos.
No estoy dormido. No dejo de pensar en V. aunque he hecho un vacío entre ella y todo lo demás. Me obligo a calcular circunstancias que requieren mi empeño, como el trabajo, y la familia, pero la risa de V. y ahora su maldito llanto se me cuelan por los fuelles de la negación.
Enciendo un cigarrillo para distraerme. Suena el teléfono. Es V. No espero nada. Su voz está animada. Diferente. Se está riendo y me invita a ir a la casa de una de sus amigas, donde dice que están bebiendo ron. ¿Vas a venir?, me pregunta. Le respondo con otra pregunta: ¿cuál es la dirección?
V. es otra. Ha vuelto su sensualidad, ligera, con el encanto fresco de su pequeño cuerpo acrisolado. Es la muñeca de canela, la que huele a manzana verde. ¿Qué pasó? Me cuenta a detalle cómo recuperó lo que había perdido mientras pone hielos en el vaso que me ha alcanzado. Después de todo la gente se da una última oportunidad.