septiembre 30, 2010

Hormiga embustera



Voy a casa de mamá unos días y no dejo de abrazarla. Ella dice que estoy demasiado flaco. Me mira a los ojos: les ve un tono amarillo, sospecha que tengo anemia. Estoy tirado en el mueble de la sala. Quiere llevarme al médico porque sabe que por mi propia cuenta no lo haría. Me rehuso tajantemente. Le digo que no me siento mal, pero que pronto yo me encargaré de ir al médico por mi propia cuenta, si es que eso le preocupa. Y ya. Mamá persiste en convencerme con reclamos. No le digo nada. Le abrazo y le doy besos en las orejas.

Cuando he regresado a mi casa, siento un leve abatimiento. Una soledad arrinconada. Pero intento algo nuevo. Quiero revolucionar la convivencia conmigo mismo. Voy a cocinar. Mamá me ha enseñado unas cuantas recetas, que combinadas con mis conocimientos anteriores da una variedad modesta, pero atractiva, de platos: atún saltado con arroz, rocoto relleno con arroz, hamburguesas acompañadas de tomate y arroz, fideos preparados en mantequilla con jamón y queso y arroz, entre otros.

La cocina exige otras atenciones: hay que lavar constantemente trastes. Cada vez que comes, hay que lavarlos, no se puede evitar, al principio resulta incómodo, pero te vas acostumbrando y todo se reduce a mojarte las manos, lavavajillas -que ahora viene en frasco y con aplicador fácil- y el secado. Lo acepto.

Voy a preparar mi especialidad esta noche: atún saltado. Veo a mi alrededor con las manos mojadas: no tengo papel toalla, lo he olvidado en las compras del supermercado y me es tremendamente necesario: no solo seca mis manos a cada instante, también limpia, envuelve, saca la grasa en exceso... y ahora recogería hormigas muertas. Les odio en mi cocina y desde hace 13 días ellas huyen y yo las aplasto, les inundo con cloro sus trompas, les rocío desinfectante, las revuelco con mis dedos hasta dejarlas en diminutos guiñapos.

Pero son muy brutas. No entienden. Ni siquiera la exposición intencional de sus muertos les advierte e insisten en regresar: quieren comer. Pero eso no lo puedo asimilar, no puedo compartir la mesa con ellas, porque me producen un refunfuñante asco. Bien veo que me temen: la cercanía de mi feroz rostro enardecido por su marcha sistemática de ir y venir les hace huir despavoridamente buscando juntas, recovecos microscópicos en las rejillas de la cocina de gas y entre la mayólica y el aluminio. Una solitaria está perdida, porque todo mi poder se concentra en ella: y soy implacable: si presionarla hasta hacerla masita negra no funciona, saco el arsenal líquido. Si andan juntas tienen mayores opciones: se dispersan en todas direcciones, siempre alguna podría huir de mis acometidas asesinas. Luego aparecerá.

Tenía que ocurrir. Me corto un dedo con el cuchillo. Sangra y le echo agua. No hay papel toalla. Una hormiga. Como no tengo con qué secarme, dejo que el agua siga corriendo por la herida. Empieza a dolerme. Tengo a la vista a la hormiga. Estoy herido así que llegamos a un acuerdo: ella se irá a decirle a sus compañeras que cambien el rumbo, que por aquí no conseguirán nada que les sea atractivo. La dejo en la esquina de la ventana. De todas formas dejo caer cloro detrás de ella.

El ajo y la cebolla hasta estar dorados, entonces la pimienta y en menor medida el comino. Luego el tomate y dejar que dé un hervor con el jugo que suelta el mismo. Luego las papas que ya he frito antes y finalmente el atún. Aparte el arroz. Infaltable en mi dieta. Estoy satisfecho con el resultado. Sabe bien. No he perdido mi toque. Veo el reloj. ¡Dos horas! He demorado dos horas en cocinar. Es un tanto desalentador. No hay tiempo para preparar bebidas, así que abro una caja de jugo de piña. Como mientras veo televisión.

Al regresar a la cocina veo la fila de hormigas. Salto enfurecido. ¿Quién fue? ¿Quién me ha traicionado? Nadie dice nada. Todas se parecen tanto que me es imposible identificar a la embustera.

septiembre 21, 2010

Voy a explotar: en una canción


Advertencia: Al terminar de leer el post se debe escuchar la canción

Se abre el telón y Romántico aparece colgado en el escenario. Su maestra corre y lo sujeta de las piernas a él que está aparentemente suspendido de una cuerda. "Déjame", le grita él a ella, mientras le empuja con las piernas. Cortan las cuerdas y Romántico cae al suelo: fin de la performance. Toda la escuela en silencio, sólo una persona, una joven, comprende su arte y se anima a aplaudir. Esta es una escena de la película "Voy a explotar" del director mexicano Gerardo Naranjo y producida por Diego Luna y Gael García Bernal.

La película más que una historia de amor, se me antoja una historia de huida de la realidad por parte de un par de jóvenes que rechazan la estupidez adulta. La sinopsis y las reseñas la nombran como tal: historia de amor adolescente. No, yo no la veo así.
Maru y Román -que es llamado "Romántico" por Maru- planean su desaparición. Y mientras sus padres los están buscando ellos encuentran un lugar inverosímil, un techo de casa, su propio paraíso, su playa pero sin gente que esté jodiendo, donde a ninguna mente adulta, sea de familiar, policía o de investigador, se le ha ocurrido buscar.

¿Si tuvieras un botón que de una mandara todo a la chingada, todo, que todo desapareciera, lo apretarías?, le pregunta Román a Maru. Ella duda y finalmente dice que cree que no lo haría. Yo sí, le encara Román. ¿Si me hubieras conocido antes, serías normal, no crees?, le pregunta Maru a Román en otra parte de la cinta en un diálogo que busca las explicaciones de la no adaptación con la realidad y las normas que la rigen en la sociedad que les ha tocado vivir.

La opción es el escape: hacerse su espacio, donde nadie dice qué hacer, donde se antoja dormir, comer y pasarla bien, el relajo, el webeo, la nada a colores, esa apreciación de una vida simple y complaciente, que no exige sino que incita, se impone. ¿Y todos los sueños tienen que acabar?

Porque a Maru y Román se les ocurre irse a un 15 años, porque se emborrachan allí, porque de cuando en cuando bajan al mundo adulto para agenciarse unas botellas de licor -que necesitará limón, que generará la sangre que los delatará- porque las exigencias de una construcción más cuidadosa de un mundo que dependa en lo mínimo de lo adulto, no es la opción... Al final, al último, qué pedo, no importan las consecuencias. Eso no se mide.

Reconozco algo particular, que me ha hecho pensar una y otra vez en esta película. Se trata de una canción que fue incluida: "Fotonovela" de Iván, un cantante español de los años 80. Nunca le había tomado atención a esta canción, si bien la había oído algunas veces. Pero cuando sonó en el estéreo personal de Román con doble par de audífonos -para que no jodas, Maru- me sentí subyugado por su tonada: contribuye, sin duda, ese paso de la música de volumen bajo a uno alto, porque la escuchamos, en primera instancia, de sonido ambiental; pero cuando ella se pone el audífono pasa a todo volumen, como si alguien la hubiera puesto también directo a nuestros oídos. Es la invitación perfecta para ser parte de algo sin remedio. Buen recurso cinematográfico que ayuda a meterse en el mundo íntimo de Román y Maru.

He buscado esa canción en internet. La he encontrado, y como otras obsesiones que me suelen acometer -extrañamente- no he dejado de oírla durante todo el día y todos estos días. Este hecho ha contribuido a que le ponga atención a la letra de la canción: que me parece divina: no dice mucho: un par de ideas y ya. ¡Pero qué ideas! Como mi opinión de "Voy a explotar" es tan personal, tengo que decir que lo que más me gusta de ella es esta canción. Sí: adoro esta canción y no me había dado cuenta. Se los debo, muchachos.

Por cierto: la letra de "Fotonovela" es en cierta forma la película misma. Se podría decir que un buen resumen. Lo cual hace de mi preferencia por este, quizás, mínimo detalle, el gusto por el cosmos de lo planteado finalmente por Naranjo. Por ejemplo: que tal esto que dice: "Nuestra vida como una dulce mentira. Cuentos tiernos, inventos que inventas tú".

TU PARA MÍ ERES LA ESTRELLA, UN CORAZÓN A TODO COLOR


septiembre 02, 2010

Vanesa y Lola



Lima es una capital pegada al mar con una diversidad efervescente. Una gran ciudad está llena de lugares para divertirse. Los jóvenes caminan por las calles iluminadas buscando el lugar donde quedarse a pasar la noche. La oferta los lleva de una estancia de luces, sonido y trago a otra, atrapados por la tonada favorita, la de moda, la imprescindible, la que los hace viajar, sobre el cielo de Lima, gris, donde ellos quieren ponerse a bailar. El camino sigue por un vaso con hielo, por alguien que hizo una llamada para decir que se ha movido y que la nueva ubicación no es Barranco, que ahora se encuentra en Lola Bar en Miraflores, uno de sus distritos más famosos.

Allí vamos en un taxi amarillo. No reconozco el camino. Lola es una disco gay. Me dicen si no tengo problemas en ir a un lugar así. Claro que no: vamos. Ninguna especial expectativa, en el trayecto no he hecho más que pensar en si Vanesa venía también al mismo lugar donde todos se han movido. Había hablado unos minutos con ella en la anterior disco de Barranco: me había aniquilado el acariciar de su perfume, y cómo se me iba metiendo por las narices y los ojos. Pegada a mí, para poder captar sus palabras había descubierto también una manera particular de hablar de las limeñas que me fascinaba.

Ella era bisexual. Sí había llegado a Lola, que para mi sorpresa resultó ser un lugar muy en ambiente: repleto de gente, pero gente agradable, que baila a cien, que salta, que bebe respetando al que está al costado. No parecía que hubiera campo para el grupo, pero subimos al segundo piso y nos pegamos a una baranda. Allí bailamos. Como la música estaba tan buena, no me importó sacar a bailar a una de las amigas de Vanesa, que estaba al otro extremo. Cuando mi acompañante se fue, jalé a Vanesa a bailar conmigo. Pude tocar su cintura pequeña. Era muy delgada y eso elevaba mi complacencia. Pero lo que me tenía subyugado más que su delgado cuerpo era su aroma. Mi debilidad. Una combinación letal de finezas medidas delicadamente. Toda Vanesa entraba en un solo brazo. Lola era el punto.

Vanesa me había preguntado si olvidaría su nombre. No. Tampoco se me ha quitado su perfume: del cual nunca quise enterarme, no importaba, de nada valdría saberlo, porque en nadie más le iba a quedar como a ella, que olía como esa noche de Lima, como Lola, como cuando te tomas un vaso de licor y te queda un pequeño trozo de hielo que muerdes entre los dientes y luego expiras ese último sabor, y crees que todo va bien en el mundo donde estás en ese momento parado, porque la música no deja de tin pum tin pum… : un mojito, por favor.
Imagen de Capepe-mojito