diciembre 05, 2013

La noche de la ermita de Barranco



El día de la invasión la ermita estaba ardiendo. Los padres de los padres de estos gallinazos vieron el techo caerse en pedazos de fuego y sintieron el dolor y el miedo que recorrían las venas sobresaltadas de los pobladores. Se estremecieron sus plumas. Como esta tarde en que la noche cae y ellos abandonan la vigilancia intimidante desde la cúpula. 

Barranco vive. En sus calles los niños juegan, y la comida marina se pone en parrilla, el cajón, la guitarra y la Flor de la Canela segundo piso de madera. Sopla el mar sus gotas en la cara. Y cuando oscurece, los jazmines se entibian y el puente se viste de luces, la gente pasea cálidamente, sonríen sobre el pozo del mirador los jóvenes.
A esa hora justamente los gallinazos dejan las cúpulas y vuelan. Uno por uno y juntos planean, se enfurecen en el cielo matizadamente azul de la tarde que muere. Luego para todos los ojos desaparecen. No se ven los gallinazos. Pero eso sólo en apariencia.
Es de noche: la ermita tiene las luces interiores encendidas. La puerta abovedada está cerrada. El reciento de oración murmulla. Han puesto las patas en el suelo, se han deslizado por la entrada, lado derecho, junto a la gruta de la Vigen, dejando en el patio frontal las plumas. Nadie los ve. Nadie repara en esos sacerdotes de la noche que se levantan, enanos y flacos.
El techo de madera de la ermita está hueco lo sufiente como para dejar ver el cielo negro paralelo entre las tablas. El viento que se cuela en picada les despeja la faz. Una mirada atemorizante. Un canto sordo que se repite cada noche en Barranco.

noviembre 21, 2013

Los hombres dentro de la radio




Levantó la radio de la mesa de noche. Con suma cautela puso la locoroca en el suelo, mientras se echaba en él, panza abajo, cabeza levantada, manos reconcentradas: al otro lado de la habitación mamá asaba unos plátanos maduros. 
Todos en casa conversaban al ritmo de las ollas y las gotas de lluvia, que se estrellaban contra las paredes en las noches como ésta. Uno no sabía de dónde venía tanta agua. Qué calor. Estaba decidido a descubrir el mundo y saber quiénes eran esos hombrecitos que cantaban dentro de la radio.
Era singular el asunto, porque sólo unos hombres muy pequeños podían entrar en la radio. El olor del plátano casi frito condenaba a toda su familia al rito de la comida. Era el momento perfecto para acudir al valor, para descubrir en bien de las fuerzas que dominan este mundo quiénes eran los que cantaban dentro de la radio. Él era el héroe, tenía que hacerlo.
Capitán también estaba distraído, siempre moviendo la cola se había detenido al pie de su madre. Ahí nomás casi junto a sus sandalias, de rato en rato lamiendo los dedos que se derramaban como cocos de los árboles. 

Tenía ya la radio en sus manos. Nadie se atreve a intentarlo. Yo lo voy a descubrir ahora mismo, se decía. Lo hago porque lo hago. Y lo hago. "Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no..." cantaba la voz que salía de la radio. La puso de cabeza. Dio vueltas a los tornillos. Rápido. Los ordenó de la misma forma que los había sacado, uno seguido de otro en idéntica distribución espacial, como la radio, como para saber dónde iba cada uno al momento de volver a armar el aparato.
Cuando todos los tornillos estuvieron afuera, se quedó quieto, el ansia le pedía, muévete, muévete, pero el deslumbramiento final del secreto a punto de ser revelado lo inmovilizaba. No pudo más, tenía que saberlo. Separó con mucho cuidado ambas partes de la radio, no se le fueran a caer alguno de los hombrecitos que allí dentro estaban. Eso le intranquillizaba: porque si se le caía uno de ellos no sabría en qué emisora colocarlo. En dónde iría, cómo se quedaría. Y abrió lo más que pudo. Buscó. Sacudió un poco, despacito. Nada. La radio estaba abierta. Seguían cantando, pero no se les veía dónde estaban. Se quedó mirando hasta que fue la hora de comer.


julio 29, 2013

La costura de su presencia


Ya sé: iba con ella para que acariciara mis sentidos. Me había dado cuenta que ella poseía esta increíble, nunca antes experimentada, capacidad en mí, cuando una tarde en su casa me atreví a pedirle que bajara el volumen a la música de su tocadiscos. Lo hizo inmediatamente con sus manos delgadas, girando la tremenda perilla del aparato, sin dejar de verme a los ojos. "¿Así te parece bien?", dijo. Sí, ahí está bien, le había dicho yo.
Lo que quería era poder oír mejor su voz. Continuamos la conversación en el mismo tema. Ella no había perdido para nada el hilo sobre la preponderancia de la imagen en las relaciones humanas modernas. Sin embargo yo había dividido en dos mis pensamientos: por un lado le escuchaba atentamente, construyendo mi próxima alocución, y por otro me fascinaba ante lo mucho que me gustaba oírla como presencia física: la costura hermosa de sus ondas volando, las campanas de un templo de las cinco de la tarde al cual nunca fuiste y probablemente nunca irás. Sí, una aparición.
En su cocina olía el arroz y el pescado. Bebe otra copa de vino, había sugerido. Y estiré mi brazo para que ella pudiera vaciar la botella mientras comentaba juguetonamente: "Y tengo otra botella igualita en la gaveta".
Entonces comía como un niño en su cumpleaños, devoraba como inmediatamente después del descubrimiento del fuego junto a la piedra; y verla era como enamorarse lentamente observando, sabiendo, conociendo, adivinando el proceso. Cosas así.