mayo 17, 2012

Una última oportunidad


Ya estoy en casa porque V. dijo que era demasiado por esa noche: ya no quería estar con nadie. Se había antes tendido en mi hombro a llorar. Ya sabes, tienes que decirle algo realmente bueno que le levante el ánimo: las palabras tienen que tener el punto analgésico necesario: no hay aproximaciones que funcionen.
Cuando sus lágrimas han atravesado mi camisa azul, y se hace un frío calientito por el efecto del aire que nos da de lleno en medio de la calle, con coches que cruzan apurados, faros de luz que estarán encendidos toda la noche sobre el concreto, le digo que ya, se calme, que ese tipo de cosas le ocurren a todos. "Pero por qué... por qué la gente es tan mala". Olvídate de la gente, le exijo. No creas nunca en la gente. En ese punto no sé si realmente me trago el cuento pero me convenzo a mí mismo: la gente vale mierda. No llores por ellos.
No estoy dormido. No dejo de pensar en V. aunque he hecho un vacío entre ella y todo lo demás. Me obligo a calcular circunstancias que requieren mi empeño, como el trabajo, y la familia, pero la risa de V. y ahora su maldito llanto se me cuelan por los fuelles de la negación.
Enciendo un cigarrillo para distraerme. Suena el teléfono. Es V. No espero nada. Su voz está animada. Diferente. Se está riendo y me invita a ir a la casa de una de sus amigas, donde dice que están bebiendo ron. ¿Vas a venir?, me pregunta. Le respondo con otra pregunta: ¿cuál es la dirección?
V. es otra. Ha vuelto su sensualidad, ligera, con el encanto fresco de su pequeño cuerpo acrisolado. Es la muñeca de canela, la que huele a manzana verde. ¿Qué pasó? Me cuenta a detalle cómo recuperó lo que había perdido mientras pone hielos en el vaso que me ha alcanzado. Después de todo la gente se da una última oportunidad.