abril 14, 2010

La suerte de un escarabajo



Un golpe de suerte

A esa hora de la mañana la alergia acudía puntual. Los papeles se acumulaban. El teléfono no dejaba de sonar con su peculiar timbre afroreaggue. Un instante de tensión. Por un momento la sala quedó vacía. No se sentó en la silla de siempre, le dio vueltas, cavilando en las respuestas, varias y todas necesarias al mismo tiempo, y le vio. Le vio porque era negro y contrastaba intensamente con el color de la mesa. Un diminuto escarabajo. También le retaba. Así lo entendió. En otras circunstancias se habría detenido a observarlo. Le habría dejado ir deseándole un futuro tranquilo sobre hojas muertas y quebradas. Pero no estaba para eso.

Le dio una vuelta más a la silla. Le vio moverse rápido de un lado para otro, como si buscara desesperadamente la sombra que cobija. Él pensó: "Si encuentro la revista de autos debajo de esta ruma de papeles, te mataré, si no, te dejaré ir". Tal había sido la fatalidad precisa. Cincuenta y cincuenta. La decisión era determinante. Imprevista también. Él no era así. Los seres humanos somos inasibles a los sistemas perfectos y perpetuos. Era ahora una prueba del destino: como hacer una bola de papel que no te sirve y acertar en el bote de la basura o como cerrar los ojos y tentar recibir su mirada de muñeca de porcelana.

¿Tendrás suerte? Movió apuradamente sus manos y buscó la revista. El insecto seguía recorriendo los terrenos de la mesa. Será el final para ti, ¿tendrás suerte?, ¿realmente la tendrás?, le repetía ya con un aire patológico. Los papeles empezaron a caer de la mesa. ¡Zaz! Cuando barrió el último grupo con ambas manos encontró la revista. La sentencia. El escarabajo se detuvo. No tienes tanta suerte, pensó con resignación, casi arrepentido, ahora, pero dispuesto a hacer valer su palabra. Cuando ni siquiera había levantado el arma ejecutora, el último impulso, el escarabajo negro voló. Voló hermosamente. Dio giros. Frente a él, como deslizándose por invisibles toboganes repletos de aire fresco. Y sacudió sus alas frente a su nariz, como si quisiera atravesarla o poseerla. Él le saludó con una extasiada sonrisa. Luego estaba tres metros arriba, fuera de su alcance.

Comprendió que no era siempre y totalmente cuestión de suerte. Hacía falta tener alas.


Foto de Ricardo Venegas, sacada de picasaweb.