febrero 11, 2011

¿Dónde dormiré?


¿Dónde voy a dormir? Cuando estaba a punto de dejar mi país era una pregunta que en los días previos a la partida me asaltaba con frecuencia. Sobre todo en la noche, cuando estaba durmiendo en mi cama, cubierto, abrigado, sobre mi almohada deformada. Y no se trataba del hecho de que no tuviera un lugar seguro a donde llegar, que peligrara mi hospedaje, que me amenazara el hecho de mirar la ausencia de un techo en el cielo. No. Iba a llegar a una casa. Sólo que yo no sabía qué casa era. No conocía a las personas que me abrirían sus puertas, y aunque tenía las mejores expectativas de su hospitalidad, me inquietaba saber que no iba a dormir más en mi hogar. Cuántas ventanas tendrá, una sin duda, ¿o ninguna?; qué tan cerca estará la puerta de la cama, a qué olerá, que no huela a nada, por favor; qué ruidos se inmiscuirán por esa línea de luz debajo de la entrada... Tendría que madrugar para ocupar la ducha. Pensaba esas cosas insignificantes en apariencia, pero poderosamente sugestivas para mí.

Estos días me ocurre lo mismo. ¿Dónde dormiré? Hay notadas diferencias. Esta vez no hay casa segura. De encontrarla es muy probable que no tenga ventanas -de hecho debería procurarme ese panorama-. Si estoy debajo del cielo, contaré puntos celestes, parece interesante; pero hay algo muy humano que me altera: el miedo a congelarme.


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