
Algodón dulce de canela relleno de pasas en mi boca. ¿Te gusta mucho, verdad? ¿Cuándo fue la primera vez que probaste uno?, me preguntas. Estaba en la casa de Jose cuando él llegó y le dijo a su mamá: "Mamá, ya vine... ¡Me compré Roles de canela, mamá!". Ese nombre no significaba nada para mí en ese momento, aunque advertía, claramente, que se trataba de algún tipo de postre o elemento comestible. Bolsas de compra en la mesa. Y vi esa envoltura de colores naranja con los perfectos colchones de pan horneado. Pasas... tendrían que estar dentro, porque a simple vista no aparecían.
Jose abrió la bolsa y dejó a mi alcance los roles. Me serví una bebida oscura y eché mano al postre para saber en qué consistía ese sabor que antes me había sido negado. Ummmmmmmmmm. Mmmmm. Mm. Suaaaave. Comí sólo uno, pues como en todo primer encuentro, fugaz, la impresión más poderosa va trabajando a nivel inconsciente, construyendo apurados ladrillos de necesidad en el alma de los apetitos gustativos. No hablé del tema de los roles con Jose. De hecho hasta ahora no le he comentado mi adicción.
El sabor seguía esparcido en mi memoria. Me voy a comprar esos roles de canela, surgió como plan una tarde en la oficina. El detalle era que, como jamás había visto antes el producto, no sabía dónde podría adquirirlo. Si es que acaso lo venderían en un lugar especial o, peor aun, sólo en determinadas ciudades del país, como la de Jose, y no en la que yo vivo, al fin y al cabo un lugar no muy grande, no de tiendas muy grandes.
Sólo un deseo. Nada concreto. Pero la adicción siguió permeando: haciendo más imperioso su reclamo de atención. Un domingo de compras en el supermercado inicié la búsqueda. "Roles de canela" dónde. Dónde. Dónde. Cuando encontré la bolsa, luego de una no muy dificultosa travesía de pasillos, la vi tan igualita a la que había comprado Jose a su mamá, o a él mismo, da lo mismo, tan como aquella tarde del descubrimiento: de inmediato me decepcioné un poco de mí: de mi falta de cultura alimentaria, pues el producto en cuestión tenía una marca mundialmente reconocida. Bueno, un detalle. Deposité la bolsa de pan en el carrito de las compras, no sin antes darle una apretadita pecaminosa en su blandito lomo que pronto devoraría.
Intuí bien, desde el inicio, cuál sería el perfecto acompañamiento: leche chocolatada. Una caja de un litro.
Desde ese día no he parado de comprar los roles de canela: como desayuno, como antojo de media mañana, mediodía, de comida, de cena, ¡hum!, sin duda la mejor hora mientras pierdo la vida complacientemente frente al televisor viendo Los Simpson. Comer los roles tiene la particularidad de ensuciarte los dedos de una delgada capa de miel que no se ve, del dulce supongo, donde también se adhieren fajas diminutas del pan, y que obliga a chuparte los dedos una y otra vez.
-¿Y te gustan los glaseados?
-No, ésos no.
Jose abrió la bolsa y dejó a mi alcance los roles. Me serví una bebida oscura y eché mano al postre para saber en qué consistía ese sabor que antes me había sido negado. Ummmmmmmmmm. Mmmmm. Mm. Suaaaave. Comí sólo uno, pues como en todo primer encuentro, fugaz, la impresión más poderosa va trabajando a nivel inconsciente, construyendo apurados ladrillos de necesidad en el alma de los apetitos gustativos. No hablé del tema de los roles con Jose. De hecho hasta ahora no le he comentado mi adicción.
El sabor seguía esparcido en mi memoria. Me voy a comprar esos roles de canela, surgió como plan una tarde en la oficina. El detalle era que, como jamás había visto antes el producto, no sabía dónde podría adquirirlo. Si es que acaso lo venderían en un lugar especial o, peor aun, sólo en determinadas ciudades del país, como la de Jose, y no en la que yo vivo, al fin y al cabo un lugar no muy grande, no de tiendas muy grandes.
Sólo un deseo. Nada concreto. Pero la adicción siguió permeando: haciendo más imperioso su reclamo de atención. Un domingo de compras en el supermercado inicié la búsqueda. "Roles de canela" dónde. Dónde. Dónde. Cuando encontré la bolsa, luego de una no muy dificultosa travesía de pasillos, la vi tan igualita a la que había comprado Jose a su mamá, o a él mismo, da lo mismo, tan como aquella tarde del descubrimiento: de inmediato me decepcioné un poco de mí: de mi falta de cultura alimentaria, pues el producto en cuestión tenía una marca mundialmente reconocida. Bueno, un detalle. Deposité la bolsa de pan en el carrito de las compras, no sin antes darle una apretadita pecaminosa en su blandito lomo que pronto devoraría.
Intuí bien, desde el inicio, cuál sería el perfecto acompañamiento: leche chocolatada. Una caja de un litro.
Desde ese día no he parado de comprar los roles de canela: como desayuno, como antojo de media mañana, mediodía, de comida, de cena, ¡hum!, sin duda la mejor hora mientras pierdo la vida complacientemente frente al televisor viendo Los Simpson. Comer los roles tiene la particularidad de ensuciarte los dedos de una delgada capa de miel que no se ve, del dulce supongo, donde también se adhieren fajas diminutas del pan, y que obliga a chuparte los dedos una y otra vez.
Mientras estés en mi boca nada malo puede estar ocurriendo alrededor.
-¿Y te gustan los glaseados?
-No, ésos no.