diciembre 13, 2007

Una voz que murió



Conocí a Alfredo Vignolo sólo por teléfono. Un día me llamó, otro día le llamé y otro día me dijo que le daba mucho gusto escucharme y yo le dije que el gusto era mío y gracias y un cómo está usted otra vez.

Alfredo Vignolo murió a la edad de 82 años en noviembre pasado, egresó con la primera Promoción de la Escuela de Periodismo de la PUCP. Hizo una carrera sobresaliente en medios de prensa, también docente universitario y publicó varios libros, uno de los últimos "Ética Periodística". Y podríamos seguir con una lista extensa de todas las actividades que realizó y las distinciones que ganó, pero bueno, no es el caso.

Una vez que hablamos por teléfono le pregunté si asistiría a la Ceremonia de Ex Alumnos Distinguidos PUCP 2007 (en la que en 1999 él fue homenajeado como tal). Me causó cierto sobresalto escucharle decir que "no podía", que "le encantaría" pero que estaba en silla de ruedas. Le comenté amablemente un "ah mire", sin saber muy bien que acepción pueda contener, pero eso dije. Hasta entonces caí en la cuenta de lo viejo que estaba. Su voz gruesa, áspera y fuerte correspondían a un caballero amable e imponente, pero también a un hombre afectado por el paso de los años.

Creo que desde esa vez no me gustan las sillas de ruedas. Mi imagen del señor Vignolo fue abatida por su triste representación de fierros y acolchada desgracia. Y me refiero a que de pronto vino esa silla de ruedas a quitarle la movilidad a sus piernas. Quizás uno es injusto con los objetos, pero ellos saben que se ganan ciertas antipatías por la función que desempeñan. ¿Quién anda con una cruz al cuello? Ok, ok... tienes una respuesta.

Ayer abro la puerta del patio de mi casa y la veo: una silla de ruedas azul. Decenas de ideas pasaron por mi cabeza. Inquirí en mi familia sobre su presencia. Me dieron la respuesta. Ya que no era para nadie de la casa recomendé que se la llevaran de allí, y agregué que había escuchado que "esas" traían mala vibra. Lo cierto era que yo no la quería ahí.

A veces se pierden los números telefónicos. De pronto te rascas la cabeza pensando dónde demonios anotaste ese bendito número. Ocurre otras veces lo contrario. Se te pierden las personas, y eso es peor. Me hubiera gustado al menos estrechar su mano. Una voz tan bien forjada tendría muchas cosas que contar.



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