julio 29, 2013

La costura de su presencia


Ya sé: iba con ella para que acariciara mis sentidos. Me había dado cuenta que ella poseía esta increíble, nunca antes experimentada, capacidad en mí, cuando una tarde en su casa me atreví a pedirle que bajara el volumen a la música de su tocadiscos. Lo hizo inmediatamente con sus manos delgadas, girando la tremenda perilla del aparato, sin dejar de verme a los ojos. "¿Así te parece bien?", dijo. Sí, ahí está bien, le había dicho yo.
Lo que quería era poder oír mejor su voz. Continuamos la conversación en el mismo tema. Ella no había perdido para nada el hilo sobre la preponderancia de la imagen en las relaciones humanas modernas. Sin embargo yo había dividido en dos mis pensamientos: por un lado le escuchaba atentamente, construyendo mi próxima alocución, y por otro me fascinaba ante lo mucho que me gustaba oírla como presencia física: la costura hermosa de sus ondas volando, las campanas de un templo de las cinco de la tarde al cual nunca fuiste y probablemente nunca irás. Sí, una aparición.
En su cocina olía el arroz y el pescado. Bebe otra copa de vino, había sugerido. Y estiré mi brazo para que ella pudiera vaciar la botella mientras comentaba juguetonamente: "Y tengo otra botella igualita en la gaveta".
Entonces comía como un niño en su cumpleaños, devoraba como inmediatamente después del descubrimiento del fuego junto a la piedra; y verla era como enamorarse lentamente observando, sabiendo, conociendo, adivinando el proceso. Cosas así.